Hacía mucho tiempo que no iba a un toro embolado en Rubielos. Sin duda, reconozco que en los últimos años me había ido alejando por circunstancias de una fiesta en la que me había involucrado mucho tiempo atrás. Por diversos motivos: falta de condición física, respeto, desazón... Había preferido quedarme en casa en los últimos tiempos.
Gabriel Alonso, "Yuguete", 2004. |
El pasado sábado 20 de agosto, por fín, decidí acercarme. Las cosas pintaban bien. Un toro cerril, comentaban unos, un buen animal, decían otros... en fin, era la noche. Una vez más, como es habitual, la hora programada no se respetó (una costumbre de los últimos años que se hace ya molesta y nos hace aparecer ante los visitantes como unos informales); programado el pasacalles a las 23,30 horas comenzó casi tres cuartos de hora más tarde. Además, sólo se abrió el portón de los corrales una vez terminada la música, con lo cual nos plantamos a las tantas. Todo eran nervios, impaciencia, gente a borbotones, lleno en la plaza y, de repente, la sorpresa. ¡No hay toro! Tras avisar a la máxima autoridad, uno tras otro, los emboladores habituales van saliendo y desaparecen de la escena contrariados, esta noche no podrán trabajar. Al no haber reemplazo como en otras ocasiones, ¡adios! Uno de ellos, con paso pausado, sube a la plaza del café y recoge los "aperos" de la embolada. Nadie avisa a nadie, nadie sabe nada... la gente "intuye" que todo se ha acabado. La noche taurina se acaba, sin más. Todos a casa.
Aun se recuerda cuando, en décadas pasadas, iban dos de los principales emboladores horas antes (Palomar y el Herrero) y le colocaban las anillas al animal, sujetas con un pequeño cordil y lo dejaban preparado y listo para la noche. Un acto que se hacía en silencio de corrales y en el que todas las cosas quedaban previstas por la experiencia y se observaban las incidencias en el morlaco. Una tradición tan compleja y cargada de liturgia y esencia como la cogida del toro de fuego en Rubielos no se debería de improvisar. Más fácil sería hacer lo que todos hacen, una sola cuerda, al pilón y corte, pero eso no es lo nuestro. No es lo que se nos ha legado por nuestros antepasados.
Hoy en día, como hablábamos, el portón se abre a última hora y el gentío abarrota los toriles con un estruendo y un bullicio que altera al animal y lo hace mugir y cabecear contra todo lo que se mueve, paredes, puertas, etc., lo que puede desembocar en accidentes no habituales con otros procederes. Evidentemente, si algo sale mal, poco espacio queda para buscar soluciones. Como pasó la otra noche. Si se hubiera actuado como manda la tradición, o la experiencia de los mayores, se habría visto el cuerno herido del colorado horas antes y se hubiera podido tomar una medida oportuna: reemplazar al animal de inmediato.
Como es obvio, a las 12,15 horas de la noche, con la muchedumbre en puertas, ningún margen de maniobra queda, salvo el fastidiarse y punto. Una lástima. ¡Viva la tradición!. Todos a la verbena o, en mi caso, a dormir, que tampoco fue un mal resultado.