DIARIO DE TERUEL
Miércoles, 24 de Marzo de 1999
Desde muy pequeño me gustaba sentarme junto a mi abuelo, un contador extraordinario de historias, y preguntarle acerca de una y mil cosas, volver a aquellas épocas de aventureros, de relatos y narraciones por entregas, colocarme el turbante de Lawrence de Arabia, cantar la tabla de multiplicar y sumergirme en un trance imaginativo evadido de la realidad propia de la panorámica de un niño. De todos esos relatos guardo con especial cariño en mi mente un episodio en especial, el de los aeródromos. Un relato intrépido integrado en una de las más tristes escenas de nuestra historia, la guerra civil.
Escuadrilla de aviones junkers JU 87 (Stuka) formados para el combate. |
Es poco conocida la utilización de aeródromos en el conflicto en la castigada provincia de Teruel. Éstos, algo más de 500 entre 1936 y 1939 en toda la geografía española -cambiando su ubicación según iban variando los frentes en litigio-, eran pequeños aeropuertos de tierra apisonada pero blanda –los aviadores no gustaban del cemento por su dureza para aparatos de rudas suspensiones- convenientemente preparados para admitir la aviación de la época y atender la frugal lucha de los cercanos frentes. Las pistas solían situarse en llanos abiertos -junto a carreteras cercanas-, provisionales en su mayoría, no muy extensas pero sí suficientes para acoger el despegue y aterrizaje de los aparatos, que aproaban al vuelo sobre pistas de un ancho considerable. En muchas ocasiones la única infraestructura de tales instalaciones eran construcciones preexistentes reutilizadas o simples barracones de madera con los reglamentarios 40m de longitud, camuflados para vivienda de pilotos, mecánicos y otras funciones, o como base de mandos o de radio –emisor-receptor de onda corta, radiotelegrafía, teléfono- con grandes antenas a veces alzadas sobre los mástiles de las banderas y los clásicos bidones cilíndricos de 200 litros, desde los que se trasvasaba el combustible a las aeronaves por medio de bombas de mano filtradas con gamuzas. El proceso de puesta apunto era aún más curioso, arrancados por medio de un eje motriz acoplado al buje de la hélice desde un coche legendario, el Ford-T, tal y como se realizaba en la aviación republicana, o arrastrando la hélice a mano, tal y como se ponían a punto las máquinas alemanas nacionales. Tal carencia de medios se constata por la utilización de arboledas cercanas para ocultación de aviones -en Liria (Valencia) eran ocultados en túneles excavados en la roca, como aún se puede apreciar en la actualidad a las afueras de la población- y bombas, almacenadas en cajas de madera o, las más grandes, directamente sobre el suelo.
Hasta el avance de la contienda a tierras aragonesas, muchos grandes centros habían sido vitales para el desarrollo de la actividad bélica: Tetuán, Sevilla, Jerez y Granada por parte nacional y Getafe, Lasarte, San Sebastián, Barcelona y Barajas –más tarde Manises al trasladarse la residencia del gobierno- por el bando republicano. Fue en el otoño de 1937 cuando nuestra geografía cobró señalada importancia puesto que el grueso de aviación republicana se había desplazado a ésta Tercera Región aérea y a la Cuarta Región Levantina, construyéndose numerosos aeródromos de carácter adicional para contrarrestar la actividad de las bases erigidas por los nacionales en los valles del Ebro –desde donde operaban incluso Hidroaviones como el Savoia-62- y del Duero, con vistas a la Batalla de Teruel de 1938 y al definitivo avance hacia el mar. De esta manera el 1 de marzo de 1998 se encontraban operativos aeródromos en Alcañiz, Bello, Calamocha, Caudé, Cedrillas, Formiche Bajo, Híjar, Mas de las Matas, Ojos negros, El Pobo, Puig Moreno, Rubielos de Mora, La Salada, Sarrión y Torremocha.
Muchos de estos puntos estratégicos fueron seleccionados por el célebre aviador Pérez Mur y su avioneta Hornet Moth quién, conocedor de la orografía bajo aragonesa por sus continuos escarceos de preguerra en festivales y vuelos diversos de exhibición, sobrevoló e indicó los lugares más idóneos para el establecimiento de aeródromos permanentes y logísticos. La elección concluyó en la conformación de un cinturón de defensa aérea asentada en numerosas poblaciones en torno a la ciudad de Teruel, destacando ciertas instalaciones destinadas a la vigilancia del estratégico paso hacia Levante. Defendiendo el paso del norte Alcañiz, Puig Moreno y Mas de las Matas, y el importante camino hacia Valencia Sarrión y Rubielos de Mora, con el apoyo de las bases próximas de Barracas y el Toro.
Ermita de San Abdón y Senén (Rubielos de Mora), dib. J. Gonzalvo. Cuartel general de Aeródromo. |
El actual reconocimiento de estas primitivas estaciones de vuelo para nada trasluce su primigenia utilización. Las efímeras pistas terrosas han desaparecido, ocultas por el monocultivo y la erosión de muchas de estas poblaciones. Solo en algunas de ellas subsisten restos de lo que fueron. Tal caso lo encontramos en Rubielos de Mora, donde el aeródromo fue establecido en el lugar del Pago, en el centro del valle, muy bien comunicada y suministrada por la carretera colindante, tomando como centro de operaciones la primitiva Ermita de los Santos Mártires Abdón y Senén (siglo XIV), acondicionándose el templo para salón de reuniones -la chimenea se conserva intacta- y habilitándose las construcciones anejas del ermitaño como almacenes, vivienda, cocinas, enfermería, sala de radio y refugio, de hormigón armado con cuatro accesos y estancia central; todo ello excavado bajo la estructura del edificio. Este aeródromo, como todos los de la zona, cayó en manos nacionales entre marzo y abril de 1938. Unos por aviación ligera y otros por la caballería, como es el caso de Rubielos, siendo sustituido por otros construidos por el Ejército Popular en las comunidades vecinas de Valencia y Cataluña.
Enumerar aquí los nombres de aquellos aparatos resultaría tremendamente extenso. Aviones míticos como el De Havilland DH-9, el Fokker F-VII, el Douglas DC-2, los Marcel Bloch de importación, los Junkers 52 españoles o los Fiat CR-32, sobrevolaron nuestro espacio aéreo en aquellos tristes años. Cabría imaginar, pues, la estampa de aquellas máquinas sobre nuestros campos de vuelo, alzando el morro y surcando ávidas los aires con desagradables sorpresas en sus panzas. Un eterno sueño del hombre por surcar las alturas a vista de pájaro convertido, durante tres años, en arma de destrucción y de guerra. Algo que, por lo menos hoy en día, tan solo nos parece una historia para recordar frente a la lumbre.
D. Montolío